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Salvación de crudos y tragones

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No es una torta; es la torta. La ahogada. Para crearla es preciso un birote salado, el pan eminentemente tapatío, ese que por gracia genética es irreproducible fuera de su lugar de origen, adicione frijoles refritos, carne de diversos rincones del cerdo, salsa de jitomate y picante a base de chile Yahualica, “el único con el que no arde el culo”, a decir de Don José el de la bici, un gurú en la materia.
Para coronarla, previo a ser devorada en el terrible periodo de cruda: un baño en jugo limón y cebolla desflemada.

La torta ahogada está en el centro de un culto secular, y como sucede con todo mito, rondan varias versiones sobre su génesis. Uno de los apóstoles de la ahogada, “El Güerito”, asegura que todo surgió en 1900 a partir de que un vendedor de tortas de carnitas de cerdo, de nombre Ignacio Saldaña, extraviara una de sus viandas en el guacal del chile, es decir, se “ahogara”. A partir del accidente, la torta ahogada se convirtió en parte sustancial de la gastronomía local y se extendió del centro de la ciudad a barrios populares y residenciales. Se le venera, y no de gratis, pues en todo su tiempo de vida ha alejado a sus adoradores de las espantosas aguas movedizas de la resaca.

Crédito: Cynthia García

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